jueves, 30 de septiembre de 2010

Sabotaje en la Universidad de Michigan


He trabajado 5 años en la Universidad de Michigan. Un lugar fantástico para trabajar. Me maravilla que hayan pillado al infractor.

Un sórdido episodio de sabotaje más propio de una novela negra que de un laboratorio científico se ha producido recientemente en una universidad estadounidense, con un investigador celoso de los posibles éxitos ajenos como villano, una joven científica como víctima de las malas artes del primero y una investigación más policial que científica para cazar al culpable. Y le han cazado: Vipul Bhrigu ha reconocido que contaminó reiteradamente con alcohol los experimentos de Heather Ames y ha sido expulsado; el jefe del laboratorio, Theo Ross, no sale de su asombro y ahora tiene que repetir todos los experimentos que se realizaban allí cuando se cometió la felonía, y la jueza Elisabeth Pollard Hines que se ha ocupado del sorprendente caso ha dictado sentencia condenando a Bhrigu a pagar el material que destruyó, a realizar servicios a la comunidad y a someterse a un examen psiquiátrico. La historia acaba bien, con el culpable descubierto y la víctima resarcida, pero en la comunidad científica reina la perplejidad ante un caso tan poco corriente.

Los hechos, acaecidos en la Universidad de Michigan y narrados ahora por Brendan Maher, corresponsal en Nueva York de la revista Nature, se remontan a mediados de diciembre del año pasado, cuando Ames, que estaba haciendo un estudio sobre un factor de crecimiento implicado en algunos tipos de cáncer, empezó a notar que pasaban cosas raras en sus muestras. Los resultados que iba obteniendo aparecieron descolocados, y lo mismo sucedió unos días después. Ella pensó que había hecho algo mal en los cultivos, pero enseguida tuvo sospechas, así que etiquetó las placas de cultivo por abajo. Entonces empezó a notar anomalías en una parte del experimento, la transferencia de proteínas a membranas (western blots). Podía ser de nuevo un error, pero se repitió la anomalía, y Ames, estudiante de doctorado, ya se extraño tanto que lo comentó a un colega, aunque no tenía pruebas del sabotaje.

Pero Ames no sospechaba quién podía ser el autor de las tropelías en sus experimentos, y éstas continuaron. Cuando, a finales de febrero, descubrió que las botellas de sus muestras olían a alcohol lo tuvo claro y hablo con su jefe, Ross, según cuenta Maher. El mecanismo debido se puso en marcha en la Universidad de Míchigan y, tras analizar la situación, los responsables de seguridad en la misma decidieron poner dos cámaras de video apuntando a las neveras donde se guardaban las muestras de Ames. Así cazaron a Bhrigu a mediados de abril, cuando rociaba con etanol las muestras de su colega. Lo reconoció inmediatamente, aunque sólo los actos de sabotaje de los últimos dos meses.

Bhrigu es indio, llegó a EE UU en 2003 y obtuvo su doctorado en la Universidad de Toledo, en Ohio. Llegó al laboratorio de Ross como postdoctoral y sus colegas dicen que era amable, comunicativo y nada sospechoso de hacer algo así. En realidad, Ames no era una rival directa en su trabajo. "Sencillamente estaba celoso de que otros avanzasen más rápido que yo y quise frenarlo", comentó.

La juez le ha condenado a pagar 8.000 dólares (unos 5.900 euros) por el material de laboratorio destruido (más 600 dólares de costas del juicio), a seis meses a prueba, a realizar 40 horas de trabajos en beneficio de la comunidad y a someterse a evaluación psiquiátrica. Pero Ross, a petición del fiscal, ha hecho una lista completa de los daños ocasionados por el sabotaje y ahora se le piden 72.000 dólares (unos 52.800 euros). La reclamación tiene que verse este mes, pero Bhrigu se ha ido a India. Eso sí, antes de irse hizo otro intento de quedarse en EE UU y volvió a la Universidad de Toledo, donde mintió acerca de por qué había dejado la de Michigan. Se descubrió también este engaño y Bhrigu se fue a su país.

El caso ha dejado estupefactos a muchos en la comunidad científica. No es normal que se produzcan unos hechos tan graves y que la cosa acabe ante un juez, aunque algunos sospechan que pueden darse casos de este tipo que no se descubren ni se persiguen. Es más, ni siquiera el código de malas prácticas científicas que rige en EE UU contempla algo así, ya que se centra en casos de plagio y falsificación de datos en la investigación, señala Maher. Eso si, los implicados en el asunto Bhrigu están escandalizados y el mismo Ross está revisando a fondo todo el trabajo que el investigador indio hizo en su laboratorio durante el año que trabajó en él, por si acaso.

Ames, por su parte, ha llegado a plantearse si abandonar la carrera investigadora, tan contraria ha sido la experiencia respecto a la concepción que ella tenía de honestidad y colaboración en la comunidad científica. De momento está dando a conocer el triste suceso entre sus colegas para que su caso sirva a otros y anima a todos a denunciar ante los responsables de los laboratorios y las instituciones situaciones de este tipo.

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