La ciencia sólo se puede dar en sociedades democráticas y liberales
(ojo, hablo del viejo liberalismo) en donde el estado no dicte consignas
e imponga mecanismos de control regidos por burócratas. Cuando la
ciencia se da en sociedades totalitarias y burocratizadas se pueden dar
situaciones como las que se relatan en esta artículo publicado por
Javier Yanes en El País. Fijaos como "La ciencia siempre paga", este
bioquímico en los ochenta no tenía reactivos así que aprovechó para
pensar y consiguió un trabajo crucial para el avance de la ciencia en el
campo del plegamiento de las proteínas
Que un científico domine el inglés es hoy de obligado
cumplimiento. Y que un alemán hable este idioma parece lo más natural.
Pero cuando se trata de un científico de la RDA que ha vivido la mayor
parte de su vida al otro lado del Telón de Acero, se adivina que él,
como otros colegas suyos de la Europa del este, tuvo que añadir un reto
extra al esfuerzo investigador: el de aprender una lengua que, en su
tiempo y en su país, era el idioma del enemigo, pero también el de la
ciencia mundial.
Es quizá por eso que el bioquímico
Günter Fischer (Altenburgo, Turingia, 1943) rebusca tranquilo sus palabras desde el otro lado de la línea telefónica en su despacho de la
Unidad de Enzimología de Plegamiento de Proteínas del Max Planck,
que ha dirigido hasta su jubilación en 2011. Ahora su retiro, más
teórico que real, le permite un cierto sosiego. “Sigo trabajando; por
suerte, en el Max Planck te dejan hacerlo más allá de los 65 años, pero
más relajado”, confiesa el investigador, que en la década de 1980
descubrió las primeras enzimas implicadas en el plegamiento de las
proteínas.
La reunificación alemana fue muy exitosa para la ciencia”, reflexiona el bioquímico
Nacido en plena guerra mundial, antes de la caída del
nazismo, a Fischer le tocó vivir de totalitarismo en totalitarismo, de
la esvástica al compás, el martillo y el anillo de espigas. “Después de
la guerra, los primeros 15 años fueron muy duros, con restricciones en
la distribución de alimentos”, recuerda. El joven Fischer se trasladó a
Halle, a unos 90 kilómetros de Altenburgo, para estudiar química en la
Universidad Martín Lutero de Halle-Wittenberg,
una de las más veteranas de Alemania. Esta ciudad de Sajonia-Anhalt
acoge además una institución que presume de ser la sociedad científica
más antigua del mundo: la
Leopoldina, hoy Academia Nacional de Ciencias de Alemania.
Una isla de tolerancia
La Leopoldina sería crucial en la carrera científica de
Fischer desde que era un joven universitario, en la década de 1960. En
una ocasión, cinco premios Nobel visitaron la academia y solicitaron un
almuerzo con un grupo de jóvenes estudiantes. Fischer logró ser uno de
ellos. “Comimos en un restaurante de Halle, cinco premios Nobel y unos
diez estudiantes, y aquello fue genial; fue determinante para mi vida
científica”, relata.
Pero la Leopoldina era una extraña isla de tolerancia que
gozaba de un privilegio especial. Esta academia, de la que el régimen de
Adolf Hitler había expulsado a los científicos judíos —incluido un tal Albert Einstein—,
quedó en Alemania Oriental después de la guerra, pero se mantuvo como
una institución libre y resistió a las presiones de nacionalización del
gobierno. “Era la última organización común del este y el oeste”, resume
Fischer. “El presidente estaba en Halle, el vicepresidente en Gotinga
(Alemania Occidental) y sus miembros eran de todo el mundo, así que
tenían el privilegio único de invitar a científicos occidentales a dar
conferencias, lo que me dio la oportunidad de conocerlos y hablar con
ellos”.
Un 30% de los científicos contratados eran informadores de la Stasi, según Fischer
La situación era muy diferente en la Universidad donde
Fischer trataba de conseguir un doctorado, y donde encontró un obstáculo
en el camino que no tenía nada que ver con sus aptitudes como
científico. “Era muy difícil hacer un doctorado si no eras miembro del
Partido Comunista. Trataron de alistarme, pero me negué”. Por suerte, el
joven contó con la ayuda de un catedrático de bioquímica que le abrió
las puertas. En 1971, ya con su doctorado y un puesto de ayudante en el
Instituto de Bioquímica de la Universidad, Fischer trataba de
investigar, pero la presión política no era el único impedimento. “En
los setenta la situación no era tan mala, pero en los ochenta empeoró
por la falta de fondos. No podíamos conseguir materiales de los países
occidentales ni podíamos reparar los equipos”. Con esta carencia de
recursos, lo que un bioquímico podía hacer no era mucho, salvo una cosa:
“Pensar”. “Nadie me preguntaba a qué me dedicaba, así que tenía tiempo
para pensar”.
Los pensamientos de Fischer se dirigieron hacia el campo
del plegamiento de las proteínas, en el que por entonces reinaba el
llamado
Dogma de Anfinsen, establecido por el bioquímico estadounidense y ganador del premio Nobel
Christian B. Anfinsen.
El dogma establecía que el plegamiento de una proteína en su
conformación espacial era algo exclusivamente determinado por la
secuencia de aminoácidos, y que por lo tanto era un proceso espontáneo
que no requería de ninguna ayuda externa. Fischer lo puso en duda. “Ideé
experimentos muy simples con lo poco que tenía y los resultados
sugerían que podía haber una biocatálisis”. Es decir, un factor celular
que facilitaba y aceleraba el proceso de plegamiento: una enzima
plegadora, o
foldasa (del inglés
fold, plegar). “Nadie lo había ensayado y en 1984 yo lo encontré”, apunta el investigador.
Colaboración clandestina
Con su flamante descubrimiento, Fischer trató de hacer lo
que todos los científicos, publicarlo en una revista internacional de
primera fila. Pero aquello era la República Democrática Alemana. “Estaba
prohibido publicar resultados en revistas internacionales como
Nature o
European Journal of Biochemistry,
y aún peor si eran revistas de Alemania Occidental”, recuerda. Por
entonces, todo científico que pretendiera publicar debía solicitar
aprobación a la Oficina de Relaciones Internacionales, propia de la
Universidad y dependiente de la
Stasi,
el servicio de inteligencia. “Ellos podían concederte el permiso o no,
pero no estaban obligados a darte ninguna razón de ello”. Esta oficina
se encargaba además de filtrar la correspondencia. “Si escribías a un
científico de Alemania Occidental, debías darle la carta a ellos, que la
enviaban o no, pero nunca te informaban. Si no recibías respuesta, era
posible que la hubiera y que no te la hicieran llegar, o bien que nunca
hubieran enviado tu carta”. La presión política era intensa y además
había profesores que actuaban como informadores o “espías internos”. Y
era sabido que Fischer no simpatizaba con el régimen.
En los setenta la situación no era tan mala, pero en los ochenta
empeoró por la falta de fondos. No podíamos conseguir materiales ni
reparar los equipos”, lamenta
Naturalmente, rechazaron su petición para publicar en el
extranjero, por lo que el científico debió conformarse con divulgar sus
importantes resultados en una revista de Alemania Oriental y en el
idioma de su país. “Nadie lo leyó, excepto gente de la Leopoldina”. Por
suerte, entre ellos se contaba un investigador muy influyente en el
campo del plegamiento de proteínas, Rainer Jaenicke, de Ratisbona
(Alemania Occidental). Jaenicke le puso en contacto con un colaborador
suyo, Franz Schmid, de Bayreuth, y aquel encuentro fue providencial. En
1985, Fischer logró invitar a Schmid a su universidad y así arrancó una
colaboración clandestina que culminaría con el envío de un estudio a
Nature,
algo que Schmid pudo hacer desde Bayreuth. “No pedí permiso; asumí un
gran riesgo personal”, valora Fischer. Pero mereció la pena: en 1987,
la revista británica publicaba el trabajo de los investigadores.
Respecto a los motivos por los que la Oficina de Relaciones
Internacionales de la Universidad de Halle no advirtió la publicación,
Fischer no puede sino especular: “Probablemente en esa época tenían
otros problemas, y de todos modos era impensable que alguien pudiera ser
tan tozudo y asumir ese riesgo”. Tal vez, apunta el bioquímico, ayudó a
que su estudio pasara inadvertido el hecho de que en la fecha de
publicación él se encontraba destinado en Berlín, en un proyecto de la
industria farmacéutica. En cuanto a su supervisor en Halle, el que le
había abierto las puertas a la investigación, Fischer ríe al recordar su
respuesta cuando le informó de su intención de publicar en Nature: “Me dijo: 'Bien, tú me dices lo que vas a hacer, pero yo no he oído nada”.
“¡El muro ha caído!”
Fischer y Schmid repitieron
publicación en Nature dos años después,
en 1989, y en esta ocasión el riesgo fue aún mayor debido a un detalle
sin ninguna importancia científica, pero sí de mucho calado político en
la Alemania Oriental de entonces: “La Unión Soviética trataba de hacer
de Berlín una unidad política separada; decían que Berlín Occidental no
pertenecía a la República Federal de Alemania. Así que nosotros enviamos
la información sobre los autores a
Nature detallando que una colaboradora, Brigitte Wiettmann-Liebold, trabajaba en Berlín Occidental. Pero en la redacción de
Nature
escribieron: Berlín, República Federal de Alemania”. Aquello podía ser
interpretado por las autoridades germanoorientales como una provocación.
“Era muy peligroso para mí porque era contrario a la visión política
oficial”, expone Fischer.
Después de dar una conferencia, de repente alguien entró y gritó: ¡El
muro ha caído!”, recuerda. No imaginó que llegara a suceder
Por fortuna, aquel mismo año ocurrió algo que el propio
científico, reconoce, jamás imaginó que llegaría a suceder. Fischer lo
narra así: “En octubre de 1989 conseguí un permiso para viajar con
Schmid a Ulm, en Alemania Occidental, para dar una conferencia. Era el 9
de noviembre. Después del acto estábamos en un restaurante, cuando de
repente alguien entró y gritó: ¡El muro ha caído!”.
“Nunca pensé en escapar de Alemania Oriental”, rememora Fischer.
“Tenía a mis padres, a mi mujer y a mis hijos. Era imposible planear una
huida”. Pero desde aquel 9 de noviembre, todo comenzó a cambiar. “La
reunificación alemana fue muy exitosa para la ciencia”, reflexiona el
bioquímico. “En el campo científico no sufrimos los problemas que el
proceso trajo para la industria y la sociedad. Los científicos, también
los del este, pudieron trabajar, comprar materiales, equipos... Excepto,
claro, los espías de la Stasi, que fueron despedidos. Eran un 30% del
total”. En 1992, Fischer se trasladó a la Sociedad Max Planck, el
equivalente del CSIC en Alemania. Ahora, desde su retiro, recuerda con
emoción los tiempos difíciles. “Llegué a aceptar que no podría hacer
carrera. Me habían dicho directamente: puedes trabajar, trabajar y
trabajar, pero si no eres miembro del partido, jamás te ascenderemos. Y
pensé que siempre sería así”. Luchó durante décadas oponiendo la razón a
la sinrazón, pero ni siquiera presume de sus méritos: “A veces la vida
te sorprende con grandes oportunidades de cambio que no esperas. Fui muy
afortunado”.